Wednesday, August 5, 2020

Madre perfectamente imperfecta



Perfectamente imperfecta. Soy una madre perfectamente imperfecta, como decidió alguien desconocido en El Nuevo Día. Alguien que después pidió excusas, pero como pensé, rectificar no es reparar. Eso es más cuesta arriba, cuando el daño se sintió tan fuerte. Perpetuar los prejuicios mantiene la perfecta imperfección de que sólo algunas pueden ser madres perfectas. Ese derecho no les cobija a todas.

 Yo soy imperfecta porque parí un hijo que termina dos doctorados, otro que es un banquero internacional y otra que es periodista que busca hasta debajo de las piedras para conseguir la información. Imperfecta porque mis tres hijos son negros. Imperfecta porque no parí asesinos, ni corruptos, ni gente que roba o que se burla de los muertos de María como los del gobierno. Ni traje al mundo a los que falsifican para robarse el dinero del desempleo. Esos sí son perfectos porque aquí el sistema los protege”. Eso me dijo mi madre, y yo, soy la heredera de su perfecta imperfección.

Soy también una madre perfectamente imperfecta, que parí una perfección llena de imperfecciones. Una hija que no sigue el molde de lo establecido. Una que piensa en las muñecas y en los dibujos, cuando otras de su edad deciden entre sacar la licencia de conducir, o a qué universidad solicitar admisión, o a qué novio escoger. Ella no. Ella vive en su perfecta imperfección del mundo de los tildados de especiales. Los que no son comprendidos porque lo ven todo de colores y flores, aún en la más absoluta de las soledades y desprecios. Esa es mi hija, perfectamente imperfecta también.



Y en el mundo de los negros, la perfección está ante los ojos de todos, pero no la ven. La desconocen. La invisibilizan. La niegan. La esconden bajo una muñeca burlándose de una abogada negra o en los anuncios del Covid porque sólo puedes ser sirvienta, empleada, o esclava. Sólo estás para aceptar que ten pongan la bota en el cuello y te aprieten y aprieten, y no importa cuánto llores o implores por tus ancestros, te aprietan hasta que dejes de respirar. Porque de eso es que se trata, de asfixiarte en tu propio país. ¿Hasta cuándo?

En Puerto Rico la gente está sensible por tantos años de sufrimientos” dice, perfectamente imperfecta, con voz entrecortada, mi madre. “Todo el mundo está más sensible porque nos tocan la fibra y no aguantamos más. En estos días de encierro por la pandemia, las emociones están a flor de piel y hay que enseñar que los abusos no se toleran”.

Hay que darse a respetar porque valemos. Porque no somos mejores que nadie, pero tampoco peores que nadie, como siempre dice, perfectamente imperfecta, mi madre.



Ser madre es un regalo, lleno de perfectas imperfecciones. Orbitamos en un mundo que nos hace luchar para hacer que la alegría parezca fácil, porque la alegría negra está bien ganada. Ha sido ganada con creces, por generaciones. Ganada con sangre y con sudor. Ganada con trabajo, y con dignidad. Por eso sonreímos, por eso somos plenas. Pero solo porque podamos sonreír y reír no significa que no haya dolor. La vida, de por sí es un regalo. Hay mucho más que la brevedad de un titular.

Ser madre negra es hermoso. Es tener vida, amor, celebración, amistad, alegría, libertad, existencia y todas las cosas buenas de la vida. A pesar de nuestras luchas, hemos pasado lo suficiente como para saber tener esperanza para las generaciones futuras. Porque aprendemos de los errores y las transgresiones del pasado, siempre buscamos cómo mejorar la vida.

Nuestros cuerpos negros y mulatos son dignos, porque damos vida, amor, celebración. Somos apasionados, viscerales. Demasiado intensas a veces, serias en otras ocasiones, y con la certeza absoluta de estar en lo cierto porque pensamos, respiramos, sentimos demasiado profundo. Es la herencia de los ancestros. De la tierra y de la lucha. Toda imperfección nos hace diferentes, únicas, y, por lo tanto, perfectamente imperfectas.

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