Me acabo de
graduar de piscología. No, no lo
estudié. No tengo ni la toga ni el birrete, pero me gradué hoy de
psicóloga-mamá.
Es un título
que no te lo da ningún diploma, pero lo obtienes con mucha práctica, una buena dosis
de paciencia y con mucho corazón. Es el momento “ajá” o el “Aha moment” como
dice Oprah Winfrey, cuando sientes que te graduaste porque lograste arrancar una
sonrisa de esa cara triste y llena de lágrimas de un hijo en pena. Eso me sucedió hace un rato con Mariela.
El piano, lo
tiene desafinado. Por ahora no se puede afinar. Hay que esperar. No fue a su
clase de piano de hoy con su adorada maestra Liza, porque ví que tenía alergia y estaba agotada. Y para colmo, cuando fue a practicar
con el violonchelo, fue un caos. Se le partió la cuerda Sol y el arco del chelo
se despegó.
“!Ay, Dios
mío, no!”, gritó con un chillido que salió del alma, y yo salí corriendo hacia
ella. “¿Mamá por qué me pasan estas cosas a mí, yo soy buena?”, me dijo
desconsolada.
“Pero Mamá, si
no tengo chelo, ¿qué voy a hacer? Yo no hice nada, no lo rompí. Lo toqué
suavecito y se le partió la cuerda Sol. Ahora no voy a poder nunca aprender
porque no podemos comprar otro ahora. ¡Dios mío ayúdame Señor!”, clamó entre
sollozos.
Y yo, cada vez
más desesperada la abrazaba mientras trataba de que el chelo no se cayera. Le
limpiaba sus lágrimas y decidí llamar a la maestra de violonchelo, Magda.
Quizás es mi fe tan grande, pero me han tocado unos ángeles en la vida porque
la maestra con su santa calma me dijo que le tomara una foto y se la enviara.
Al verlo, dijo que no se había roto el arco, sólo la cuerda, así que no había
mayores problemas, y procedió a hablar con la nena por teléfono pero ella
seguía llorando.
Al rato, pensé
que para calmarla usaría la tecnología. La llevé a la computadora y nos pusimos
a ver chelos por Internet. Vimos unos bellos de madera por y otros color blanco
y negro, hasta que vio el azul, su color favorito. Le dije que cuando pudiera y
si la maestra lo autorizaba, se lo compraría azul. Eso la fue calmando.
Puse música
instrumental suave en el celular y le hablé de que en la vida las cosas hay que
cogerlas con calma, algo que yo muchas veces no me lo aplico. Que todo tiene
solución y que una no se puede desesperar. Menos, ponerse a llorar porque con
eso no se soluciona nada. Que respirara, que todo estaría bien.
Y la abracé. Le di sobitos en la espalda, en los pies y en sus manos. Le besé la frente y como no la puedo cargar porque es casi tan alta como yo, me la senté como pude en la falda y la acurruqué. Me mecí como pude, en un sillón imaginario. Y ella se fue calmando poco a poco hasta que me dijo: “Ya mamá. Ya estoy mejor. Es verdad que todo se pondrá bien”.
Y pensé que no
hice nada extraordinario. Hice lo que hace cualquier otra madre que tiene un
usar un poco de psicología porque todas tenemos algo de psicóloga-mamá. La
mayoría no lo hemos estudiado formalmente ni conocemos las teorías detrás del
estudio científico del comportamiento humano. Nos importa un pito lo que teorizó
Freud, Pavlov o Dewey, o si los experimentos de Koffka, Chimay o Beck
adelantaron esta disciplina del conocimiento y del ser.
Pero como
mamás en algún momento nos ha tocado bregar con las percepciones, hemos tenido
que motivar a nuestros hijos, hemos tenido que trabajar para que nos atiendan y
hemos tenido que escucharlos bien para comprenderlos. No con los oídos, sino
con la mente y el corazón.
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