Thursday, July 9, 2015

Ballet sin impedimentos



Mi hija en una presentación en un centro comercial.


Baila todos los días, a todas horas. Con música frente al televisor o con los audífonos puestos. O sin música, imaginando notas, y con cada una se inventa coreografías sin parar. Mi hija nació para ser artista y le gusta el baile. Lo difícil es que el baile no necesariamente se adapta a ella. O por lo menos, el baile institucionalizado.



En Puerto Rico es sumamente difícil encontrar un espacio para niños con algún impedimento físico en las escuelas de baile y de ballet. Se discrimina, y mucho. No es fácil encontrar un espacio libre de prejuicios y con los acomodos razonables para que los niños disfruten, como cualquier otro niño lo haría.



Y hoy, viendo un reportaje que me señaló una amiga en su wall de Facebook acerca de cómo el New York City Ballet ofreció unos talleres a niños con impedimentos, pensé que estaba lista para contar nuestra historia. La historia de mi hija y la mía, porque con la distancia del tiempo una aprende a contener las emociones, a tragar cuando se te asoma una lagrimita o a contar hasta diez para no lanzar improperios contra el sistema, como me pasaba hace unos años cada vez que nos topábamos con una barrera arquitectónica y de mente. ¡Y qué muchas fueron!



Comienzo como lo hacen en el reportaje: “Cuando una madre como yo tiene un hijo con algún impedimento, gran parte del tiempo que pasamos juntos se dedica a intervenciones médicas y terapias. Mi vida entera es como si fuera un programa de “Mami y yo”, y dada la condición de mi hija, sé que mi vida entera será así mismo”, dice la madre en el vídeo.



Casi 3 años
“La perlesía cerebral es causada por una lesión traumática en el cerebro….”, y continúa explicando las dificultades de la condición. Luego ella explica que la compañía de ballet tenía unos talleres para niños y que ella no quería llevar a su hija para evitar el rechazo. “Yo quería protegerla de las miradas y los comentarios…Quería que tuviera la oportunidad de disfrutar como cualquier otro niño”, dijo. Yo me veía totalmente retratada porque eso mismo me pasó hace siete, casi ocho años.



Quería que mi hija Mariela pudiera disfrutar. Después de todo, lleva el baile en la sangre. Sus tías por el lado paterno son bailarinas consagradas – una profesional – y por mi lado, su abuela bailó en lo que después llegó a ser Areyto. Además creo que de mi heredó algo de sandunga y una pizquita de lo que aprendí con Laura Homar en Ballets de San Juan. Siempre he sabido que lo lleva por dentro, así que me dispuse a buscar una escuela de baile.


La historia



Ella tenía dos, casi tres años. Era el 2004. Fui a todas las escuelas en San Juan y Guaynabo, incluyendo algunas de las compañías más conocidas en el país. En ninguna me la aceptaron ni para el baby ballet. Cuando la veían entrar con la baba bajándole por el lado izquierdo de la boca, y con un mafo en la pierna, me sonreían con esas sonrisas de “trágame tierra” o de “por favor, vete”, y me decían que no había cupo. Otras, por lo menos eran honestas y me decían que no estaban preparados para atender a estos niños y por eso no la aceptaban. Esas las respetaba.



Mi bailarina
En el Conservatorio de Música, donde ella tomaba sus clases de Kinder Musik, el bailarín y afamado coreógrafo, Marcelino Alcalá, sí me la aceptó. Fue un ángel. Tomó con él clases siendo bebé, pero ya no había más cursos porque se iban a mudar a Miramar. Eso coincidió con el aumento en las terapias de Mariela y en su primera operación, así que tenía que buscar otro lugar.



Pero como nunca faltan ángeles por ahí, un día en una terapia física en el centro PIES en Centro Médico, la terapista Jessica me habló de unas muchachas que habían bailado con Ballet Concierto y que tenían una academia de baile en Caguas. Esas dos hermanas se habían ido a Cuba a tomar el curso de Psicoballet de las personas que lo habían inventado por allá.



El Psicoballet, es una terapia artística dentro del modelo del arte-terapia, específicamente danzaria, pero es también una terapia por el movimiento que además tiene gran utilidad como método para corregir posturas. Entre sus inventores o propulsores está la primera bailarina cubana Alicia Alonso. El método se fue extendiendo en todo el mundo y en Puerto Rico algunas personas tomaron cursos con una escuela en España, pero las dos bailarinas puertorriqueñas lo tomaron con los maestros originales en La Habana.



Vanessa y Mariel Reyes


Mariela con sus maestras Mariel y Vanessa Reyes, y Willie, el esposo de Mariel, a la izquierda.


Esas dos bailarinas – que para mí siempre serán dos ángeles que llegaron a la vida de mi hija – son las hermanas Vanessa y Mariel Reyes. Ambas tenían la escuela Classique en Caguas y hasta allá llegamos. Por ellas dos vi y viví lo que son los milagros.



Mi hija casi no podía caminar. Usaba el mafo  y temía que tendrían que operarle esa pierna izquierda. Ella no podía girar hacia el lado izquierdo porque se caía al piso. Tenía desbalance. No podía hacer cosas tan sencillas como poner un pie frente al otro o caminar sobre una línea. A pesar de las horas intensas de terapias y los masajes que sus abuelos y yo le dábamos todos los días, ella no podía lograrlo. Mi mamá la ponía a subir y bajar escaleras por largos ratos, pero no podía ni tan siquiera brincar. Hasta que comenzó en el Psicoballet. Todo lo logró allí.


Vanessa Reyes y varias nenas como Angélica, Verónica y Mariela.
Logrando lo imposible.
Mariela caminando con Mariel Reyes.



  


Tomaba clases una vez por semana en un grupo que comenzó pequeño, con cuatro otras niñas que tenían las condiciones de autismo, Síndrome Down y espina bífida. En otro grupo había un chico ciego tomando las clases de baile, y varios con problemas de audición, visión, movilidad o sensibilidad. Sí, eran grupos especiales, pero era así en lo que los niños se iban adaptando a los movimientos y a la rutina. Luego, los irían integrando a grupos regulares. Y mi hija logró lo increíble.



En cuestión de dos meses y medio, mi hija tuvo su primer recital. ¡Fue nada más y nada menos que en el Centro de Bellas Artes de San Juan! Ni yo misma me lo creía. Mariel y Vanessa, desarrollaron un espectáculo como un circo, así que los mafos, las sillas de rueda o los espejuelos de los bailarines, eran parte del mismo show y ellos se lo gozaron. El vestuario fue como cualquier bailarina de su edad y todas estaban felices, con esa alegría que contagia.




Yo tuve que tomar agua de Azahar para calmarme porque no paraba de llorar de la emoción al ver mi hija tan feliz, disfrutando como cualquier otra nena de su edad. La pusieron a caminar sobre una vara, algo que llevaba dos años sin lograr en su terapia. De hecho, gracias al psicoballet le redujeron la cantidad de terapias físicas de tres a una a la semana, y las ocupacionales, de cuatro a dos.


 


Bailando.
Tuvo varias presentaciones hasta en centros comerciales y en la plaza de Caguas. Y poco a poco, comenzó a tomar otras clases. Un día, antes de un año, me dice Mariel que mi hija ya estaba lista para las clases “regulares” y sentía que la emoción no me dejaba articular palabras coherentes. La nena fue bien feliz. Siempre les estaré agradecida a estas dos hermanas porque lograron descubrir fortalezas en mi niña y le dieron buenas herramientas para desarrollar su autoestima. Pienso que vieron en Mariela unas características y ese fuego intenso que muchos no reconocen. Pero todo en la vida llega a su final.



Mariela y yo.
Primero fue Vanessa que se marchó a los Estados Unidos a bailar en una compañía en Las Vegas. Y luego Mariel se fue. Hoy en día ambas son exitosas por allá y los hijos de Mariel también son bailarines profesionales. Uno incluso, becado por una prestigiosa universidad. Esas oportunidades no se pueden desaprovechar. Así que se fueron y mi hija y yo, otra vez a empezar. Otra vez a toparnos con las sonrisas fingidas, las caras largas y el rechazo.





Buscando escuelas




Volví a casi todas las escuelas de baile y ballet reconocidas, y otras, no tan conocidas. Perdí la cuenta. Fui a una en San Juan en la que me dijo la directora “Aquí no podemos bregar con ese lío” y yo le dije tantas cosas que me dolió la garganta. Años después esa misma escuela ha sido objeto de críticas por discrimen contra ciertas niñas, creo que una diabética.



En otra ocasión fui a una escuela en Guaynabo. El hombre en el mostrador me miró de arriba abajo, fijándose si mi cartera era de marca, el reloj, los zapatos, la ropa, el pelo y todo. Eran esas miradas que como negra conozco bien. De esas que te miran y el prejuicio le brota por los ojos. Cuando miró a Mariela, notó que tenía babeo y no hablaba bien.



“¿Qué tiene la nena?”, preguntó. Le expliqué su condición y su experiencia en la escuela en Caguas. Le dije que buscaba un lugar donde ella pudiera aprender algo pero más que nada, quería que se divirtiera,  que no pretendía que fuera bailarina, pero que no me la echaran a una esquina. No sé, una llega como hasta crear excusas sin necesidad de hacerlo. Quizás era un mecanismo de autodefensa por la manera en que él miraba a Mariela.



“Nosotros no tenemos nada para ese tipo de nena con problemas. Aquí se viene a aprender a ser bailares profesionales, no es un centro de terapias”, me espetó. De pronto, llegó su pareja, que entiendo es el dueño de la academia, se dio cuenta de mi cara y me pregunta “¿Cómo se llama la nena?”, y yo le digo. Cuando ambos escuchan su apellido, abrieron los ojos y rápido le sacaron el parentesco. Claro, si las tías y la abuela paterna habían ayudado a esa pareja a ser los bailarines y empresarios que son hoy en día.  “Ah, ¿pero por qué no me dijiste el apellido?”, me preguntó el primer hombre.



“No lo dije porque eso no es importante. Aquí yo vine a indagar si ella podía aprender, pero veo como me dijo él, no tienen nada para ese tipo de nena y sólo quieren formar bailarines profesionales, así que nos vamos”, le dije. “Sé que esto es una academia de baile, no un centro de terapias”.



Entonces el  segundo hombre me dice: “Pero si aquí hay un nene mongoloide que baila. Déjala que le buscamos un huequito aunque sea para que mire. A lo mejor tiene ritmo como el nene ese mongoloide”. Fue como meterme un puño en el estómago. “¿Mongoloide? Querrás decir con Síndrome Down. Mejor me voy porque evidentemente aquí no podemos estar”, dije. Agarré mi muchacha, dimos media vuelta y salimos corriendo lo más rápido que pudimos de allí.



Luego, supe del tablado de Paulette Beuchamp en San Juan. Hasta allí llevé a Mariela a tomar las clases. Un día estuvimos fuimos con mi amiga Katherine Angueira, quien en un momento llegó también a ser bailarina, y nos quedamos para la clase de bomba que Paulette imparte a un grupo de adultos. Paulette es excelente y entretenida. Fue bien divertido para nosotras, pero duro para mi nena. Ella no podía adaptarse a las clases de ballet, que eran bien fuertes, y salía llorando. Así que paramos de ir. Con el tiempo, paré de buscar. Un poco por el rechazo de tantas escuelas. Otro poco porque la multiplicidad de terapias hacen nuestra vida complicada. Y otro poco, por evitar más decepciones.





Yo sé que mi hija nació con algo de artista. Le encanta la música y está aprendiendo y ya toca varios instrumentos como el piano, el violonchelo, la flauta y ahora la trompeta. Le he fomentado la música porque no he encontrado rechazo para ella ahí, y ella se siente bien. Le gusta.

 
Aquí tenía como 3 añitos.



Sé que también es una actriz natural porque no pasa un día en que no actúe frente a un espejo. Ella entra en personaje y se los vive, disfrazándose de Frida Khalo, de Katy Perry o de princesa y se pasa todo el día con la corona puesta. Cuando eso pasa, hay que llamarla por el nombre de su personaje, y yo me lo gozo porque es así desde bebé.  Sin embargo, sé en mi corazón que lo que más le gusta es el baile. Hip hop, sevillanas, jazz, salsa, guaguancó pero más que nada, el ballet. Quizás en algún momento logre tener la experiencia del movimiento de nuevo. Yo no me rindo y sigo buscando. Quizás en algún sitio encuentre el ballet sin impedimentos.




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