Sunday, June 7, 2015

Buenos samaritanos



Hoy, escuchando música, mientras me ve escribiendo.

 
A veces un día que parece como cualquier otro en tu vida, termina casi matándote del dolor, del miedo y de la esperanza. Eso me pasó ayer cuando una salida al cine terminó con una convulsión.



Fue un sábado normal, tras una semana de mucha intensidad como siempre, pero esta vez con el inicio del campamento de verano, la clase de violonchelo, su incursión en una banda para aprender a tocar trompeta, y el inicio del Encuentro de Pianistas con uno de los pocos discípulos directos de Shinitzi Suzuki, Bruce Anderson, quien vino de Estados Unidos a evaluarla. Mi hija estaba feliz, así que como solemos hacer, íbamos al cine.



Llamé a seis mamás de amigas y amigos de Mariela para que fueran con nosotras, pero nadie podía. Llamé a una prima y no conseguí a su mamá. Llamé a mi hermano para buscar a mi sobrina, pero tenía una actividad. Llamé tres veces a Tomás pero había una copa de fútbol y cuando eso pasa los nenes se pegan a la pantalla, así que nos fuimos las dos solitas como siempre.



Yo quería ver esa película “Spy”, porque me encantan las comedias, pero ella llevaba una cantaleta de hace dos semanas con que quería ver “San Andreas”, la de terremotos en California. Lo único que me atraía de esa era ver al actor Dawyne Johnson con sus hombros y pectorales sabrosos, de esos que sabes que aprietan bien, pero sinceramente no me inspiraba el filme.



-“Pero Mamá, está en el cine CXC que suena bien chévere. ¡Por favor, vamos!”, me dice, y empieza a poner el labio como si estuviera llorando, en una de sus actuaciones típicas. Tiene mucho de histrionismo cuando quiere convencerme de algo mi hija.



-“Ok, Mariela, vamos a ver esa que es en 3-D con gafas”, le digo, y entramos. Veníamos de almorzar, y ella aun así ella quería su bolsa de popcorn, el Icee de Coca-Cola y una dona. Así que hicimos la fila, se los compré y entramos a la sala.



La película resultó cargada de acción pero tan pronto empezaron los terremotos en la pantalla, ella empezó a brincar.



-“Mariela, si quieres nos vamos”, le dije.



-“No, Mamá, yo soy una chica grande y valiente”, me dijo.



Pero al rato volvió a brincar, y me apretaba la mano.



-“Mari, te dije que esta película era así, pero eso no es cierto. Exageran. Es una película. ….¿Te quieres ir?”, le pregunté varias veces, pero ella no quiso. Quería ver el final. Entre los apretones de su mano, y el celular vibrando constantemente en mi cartera, me tenían mal.



Tan pronto acabó la película, ella se levantó rápido y salimos del cine, abrazadas, como siempre. La gente pasaba por el lado. El cine estaba lleno.



-“Mari, yo te advertí de la película. Yo quería ver Spy, pero tu querías esa”, le digo. Ella callada, seguía caminando.



De pronto, abrimos la puerta hacia la calle para buscar el carro, y ella se dobló de frente. La miro y me doy cuenta de que caminando le estaba dando una convulsión. Se dobló hacia el piso y casi se me cae. Entonces empiezo a gritarle a la gente para que me ayuden porque no la puedo cargar. Y la gente empieza a acercarse y a rodearnos.



-“! Búscame una silla de la tienda de mantecados!”, le grité, o mejor dicho, le ladré yo a un muchacho que me miraba boquiabierto y se quedaba inmóvil.  



-“! Muévete, rápido, que se me cae, no la puedo cargar!”, le grito de nuevo.



Una muchacha se metió en la tienda de mantecados allí en Plaza Guaynabo y sacó una silla. Rápido senté a la nena y vuelvo a gritar “! No la toquen! “Denle espacio!”, la rutina que me enseñó la neuróloga, para que le pase el ataque.



-“Pero mira a ver si no se tragó la lengua”, me dice otra muchacha que estaba parada al lado del que seguía inmóvil y yo le había gritado. “¿Le busco una cuchara para que la metas en la boca?”, me preguntó.



-“No, no. No se puede tocar. Eso no se hace. Es una convulsión por un ataque epiléptico y uno tiene que dejar que le pase. Denle espacio”, digo yo, calmándome un poco, mientras le sobaba la cabeza a Mariela.



Como me enseñó su doctora, sé que cuando estas cosas pasan, no puedo perder en ningún momento la calma, y tengo que tratar de sentarla o poner en el piso a la nena para evitar que se golpee, pero que a la vez pueda respirar mejor. Bajo ningún concepto se le puede abrir la boca o meterle nada. Sólo hay que esperar a que pase y recobre la conciencia.



Tenía el ojito izquierdo de lado, la mano como si estuviera con una garrotera, y el pie virado. Esos minutos, cuando suceden, son espectaculares, como sacados de una película de horror. Como madre, una vive un grado de miedo y una sensación de impotencia que son difíciles de describir.



A mí se me cayó la cartera al piso, pero empecé a respirar y a contar los segundos. Iba en mi mente tratando de tranquilizarme para ayudarla. Y así, Mariela fue reaccionando. De estar espástica, su cuerpo poco a poco volvía a la normalidad.


Entonces caí en cuenta y miro al muchacho ese al que le grité, y sin querer ni poder evitarlo, empezaron las lágrimas a bajarme en la cara. ¡Perdóname por gritarte, no fue mi intención! Perdóname, por favor,” le rogué, sin conocerlo. “Es que me asusté de momento, pero ya pasó. “Perdóname, por favor”, le repetí varias veces.


El muchacho reaccionó al fin. Se me acercó, y me puso su brazo sobre mi hombro y me dice: “Todo va a estar bien. ¿Quieres que te ayude a cargarla?”.



-“No, ya se le está pasando. Tan pronto llegue a casa le doy la medicina y se le pasa. Gracias, y perdóname, no fue mi intención gritarte”, le repetí.



Miraba a mi princesa y esos segundos parecían horas. Cuando le vienen esas corrientes eléctricas en su cerebro, reacciona sin control. Su mirada queda ida y yo me asusto. Sin embargo, ya sé que esta afección cerebral se produce cuando las neuronas promueven una descarga fuerte de sus impulsos nerviosos y que aunque hay tres tipos de epilepsia, ella tiene la sintomática. Esa es la que se produce como consecuencia de su lesión cerebral que trajo por su perlesía.



La muchacha que estaba junto al que le grité me preguntó si quería que ella me buscaba el carro. Titubeé un poco, sabiendo que el bíper de mi guagua tiene personalidad propia y a veces no coopera, tardándose en abrir. Pensé que debo cambiarle las baterías. Entonces miré a la nena y me elle me dice; “Mamá, ya estoy mejor. Me voy contigo”.



Así que decidí mejor yo buscar la guagua. Dejé a la nena con esos tres desconocidos. Total, mi carro estaba casi al lado. La moví exactamente en dos minutos, y esas tres personas me ayudaron a montarla en la parte de atrás de mi guagua.



Una y otra vez les di las gracias a esos tres, que tampoco se conocían entre sí. Los nervios me tenían mal y cometí el error de no preguntarles tan siquiera sus nombres. Ni el de la muchacha que estuvo a mi lado todo el tiempo, ni el de la que me buscó la silla para Mariela, ni el del chico al que le grité.



-“Gracias, gracias, gracias a todos, y perdóneme por la reacción”, les dije. “Perdóname por gritarte”, le repetí al muchacho. Los tres hicieron el mismo gesto con sus cabezas, indicando que no era nada.



-“Mamá, esas personas son buenas. Son como si fueran ángeles que me cuidaron”, me dijo Mariela.



Y sí, como eso fueron. Eran tres buenos samaritanos que nos puso Dios en el camino de Guaynabo City.

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