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Hoy, escuchando música, mientras me ve escribiendo. |
A veces un día que parece como cualquier otro
en tu vida, termina casi matándote del dolor, del miedo y de la esperanza. Eso
me pasó ayer cuando una salida al cine terminó con una convulsión.
Fue un sábado normal, tras una semana de mucha
intensidad como siempre, pero esta vez con el inicio del campamento de verano,
la clase de violonchelo, su incursión en una banda para aprender a tocar
trompeta, y el inicio del Encuentro de Pianistas con uno de los pocos discípulos
directos de Shinitzi Suzuki, Bruce Anderson, quien vino de Estados Unidos a
evaluarla. Mi hija estaba feliz, así que como solemos hacer, íbamos al cine.
Llamé a seis mamás de amigas y amigos de Mariela
para que fueran con nosotras, pero nadie podía. Llamé a una prima y no conseguí
a su mamá. Llamé a mi hermano para buscar a mi sobrina, pero tenía una
actividad. Llamé tres veces a Tomás pero había una copa de fútbol y cuando eso
pasa los nenes se pegan a la pantalla, así que nos fuimos las dos solitas como
siempre.
Yo quería ver esa película “Spy”, porque me
encantan las comedias, pero ella llevaba una cantaleta de hace dos semanas con que
quería ver “San Andreas”, la de terremotos en California. Lo único que me
atraía de esa era ver al actor Dawyne Johnson con sus hombros y pectorales sabrosos,
de esos que sabes que aprietan bien, pero sinceramente no me inspiraba el filme.
-“Pero Mamá, está en el cine CXC que suena bien
chévere. ¡Por favor, vamos!”, me dice, y empieza a poner el labio como si
estuviera llorando, en una de sus actuaciones típicas. Tiene mucho de
histrionismo cuando quiere convencerme de algo mi hija.
-“Ok, Mariela, vamos a ver esa que es en 3-D
con gafas”, le digo, y entramos. Veníamos de almorzar, y ella aun así ella quería
su bolsa de popcorn, el Icee de Coca-Cola y una dona. Así que hicimos la fila,
se los compré y entramos a la sala.
La película resultó cargada de acción pero tan
pronto empezaron los terremotos en la pantalla, ella empezó a brincar.
-“Mariela, si quieres nos vamos”, le dije.
-“No, Mamá, yo soy una chica grande y valiente”,
me dijo.
Pero al rato volvió a brincar, y me apretaba la
mano.
-“Mari, te dije que esta película era así, pero
eso no es cierto. Exageran. Es una película. ….¿Te quieres ir?”, le pregunté
varias veces, pero ella no quiso. Quería ver el final. Entre los apretones de
su mano, y el celular vibrando constantemente en mi cartera, me tenían mal.
Tan pronto acabó la película, ella se levantó
rápido y salimos del cine, abrazadas, como siempre. La gente pasaba por el
lado. El cine estaba lleno.
-“Mari, yo te advertí de la película. Yo quería
ver Spy, pero tu querías esa”, le digo. Ella callada, seguía caminando.
De pronto, abrimos la puerta hacia la calle
para buscar el carro, y ella se dobló de frente. La miro y me doy cuenta de que
caminando le estaba dando una convulsión. Se dobló hacia el piso y casi se me
cae. Entonces empiezo a gritarle a la gente para que me ayuden porque no la
puedo cargar. Y la gente empieza a acercarse y a rodearnos.
-“! Búscame una silla de la tienda de mantecados!”,
le grité, o mejor dicho, le ladré yo a un muchacho que me miraba boquiabierto y
se quedaba inmóvil.
-“! Muévete, rápido, que se me cae, no la puedo
cargar!”, le grito de nuevo.
Una muchacha se metió en la tienda de mantecados
allí en Plaza Guaynabo y sacó una silla. Rápido senté a la nena y vuelvo a
gritar “! No la toquen! “Denle espacio!”, la rutina que me enseñó la neuróloga,
para que le pase el ataque.
-“Pero mira a ver si no se tragó la lengua”, me
dice otra muchacha que estaba parada al lado del que seguía inmóvil y yo le había gritado. “¿Le
busco una cuchara para que la metas en la boca?”, me preguntó.
-“No, no. No se puede tocar. Eso no se hace. Es
una convulsión por un ataque epiléptico y uno tiene que dejar que le pase. Denle
espacio”, digo yo, calmándome un poco, mientras le sobaba la cabeza a Mariela.
Como me enseñó su doctora, sé que cuando estas
cosas pasan, no puedo perder en ningún momento la calma, y tengo que tratar de sentarla
o poner en el piso a la nena para evitar que se golpee, pero que a la vez pueda
respirar mejor. Bajo ningún concepto se le puede abrir la boca o meterle nada.
Sólo hay que esperar a que pase y recobre la conciencia.
Tenía el ojito izquierdo de lado, la mano como
si estuviera con una garrotera, y el pie virado. Esos minutos, cuando suceden,
son espectaculares, como sacados de una película de horror. Como madre, una
vive un grado de miedo y una sensación de impotencia que son difíciles de
describir.
A mí se me cayó la cartera al piso, pero empecé
a respirar y a contar los segundos. Iba en mi mente tratando de tranquilizarme
para ayudarla. Y así, Mariela fue reaccionando. De estar espástica, su cuerpo
poco a poco volvía a la normalidad.
Entonces caí en cuenta y miro al muchacho ese al que le grité, y sin querer ni poder evitarlo, empezaron las lágrimas a bajarme en la cara. ¡Perdóname por gritarte, no fue mi intención! Perdóname, por favor,” le rogué, sin conocerlo. “Es que me asusté de momento, pero ya pasó. “Perdóname, por favor”, le repetí varias veces.
El muchacho reaccionó al fin. Se me acercó, y me puso su brazo sobre mi hombro y me dice: “Todo va a estar bien. ¿Quieres que te ayude a cargarla?”.
-“No, ya se le está pasando. Tan pronto llegue
a casa le doy la medicina y se le pasa. Gracias, y perdóname, no fue mi
intención gritarte”, le repetí.
Miraba a mi princesa y esos segundos parecían
horas. Cuando le vienen esas corrientes eléctricas en su cerebro, reacciona sin
control. Su mirada queda ida y yo me asusto. Sin embargo, ya sé que esta
afección cerebral se produce cuando las neuronas promueven una descarga fuerte
de sus impulsos nerviosos y que aunque hay tres tipos de epilepsia, ella tiene
la sintomática. Esa es la que se produce como consecuencia de su lesión
cerebral que trajo por su perlesía.
La muchacha que estaba junto al que le grité me
preguntó si quería que ella me buscaba el carro. Titubeé
un poco, sabiendo que el bíper de mi guagua tiene personalidad propia y a veces
no coopera, tardándose en abrir. Pensé que debo cambiarle las baterías. Entonces miré a la nena y me elle me dice; “Mamá, ya estoy mejor. Me voy
contigo”.
Así que decidí mejor yo buscar la guagua. Dejé
a la nena con esos tres desconocidos. Total, mi carro estaba casi al lado. La
moví exactamente en dos minutos, y esas tres personas me ayudaron a montarla en la parte de atrás de mi
guagua.
Una y otra vez les di las gracias a esos tres,
que tampoco se conocían entre sí. Los nervios me tenían mal y cometí el error
de no preguntarles tan siquiera sus nombres. Ni el de la muchacha que estuvo a
mi lado todo el tiempo, ni el de la que me buscó la silla para Mariela, ni el
del chico al que le grité.
-“Gracias, gracias, gracias a todos, y perdóneme
por la reacción”, les dije. “Perdóname por gritarte”, le repetí al muchacho.
Los tres hicieron el mismo gesto con sus cabezas, indicando que no era nada.
-“Mamá, esas personas son buenas. Son como si
fueran ángeles que me cuidaron”, me dijo Mariela.
Y sí, como eso fueron. Eran tres buenos samaritanos
que nos puso Dios en el camino de Guaynabo City.
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